Eché más troncos al fuego, por si se les ocurría forzar la
chimenea otra vez, y ellos gritaron y
rieron felices jugando con las llamas. Eran incorregibles, pero yo disfrutaba
muchísimo cada vez que me visitaban. Eso sí, después tenía que limpiar todo el
salón de ceniza y disimular las quemaduras de la alfombra para que mamá no se
enfadara. Como casi siempre, se despidieron asando nubes de azúcar y
cantando alegres canciones en su idioma
para que mi agridulce sensación de poseer un inconfesable secreto, fuera más
llevadera cuando desaparecieran por la gatera.
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