Era roja y pequeña, con unas ruedas transparentes que
transmitían liviandad. Sus cremalleras doradas tintineaban graciosas cada vez
que la agitaba. Le bastaba con mirarla e imaginar su contenido: jamás se
atrevió a abrirla. Había aterrizado en el Prat desde Cracovia, vía París. No tuvo
corazón para dejarla allí, indefensa, dando vueltas infinitas sin ser recogida.
Sintió el impulso irrefrenable de
adoptarla.
Dejó su trabajo y a sus amigos para viajar con ella por el
mundo. Planificaba las rutas siguiendo una febril inspiración que no acertaba a
reconocer como propia y se apresuraba a descender de los aviones para que nadie
creyera que estaba abandonada en la cinta de equipajes.
Un día, camino de Múnich, un agente de aduana se empeñó en
inspeccionarla. Mientras descorría temblando la cremallera, contuvo una
inexplicable ira asesina que solo se
disipó cuando el interior quedó a la
vista.
Ni en sus más locos sueños habría adivinado que transportaba
aquello.
El funcionario, decepcionado tras una detenida ojeada, cerró
la maleta y le instó a avanzar en la fila. Él, estupefacto, decidió quedarse en
tierra y dejar que continuara sola.
Aquel extraño y minucioso diario de viajes, escalofriantemente
actualizado, sólo podía ser cosa del Diablo.
Relato presentado al cuarto bimestre de 2017, dedicado a los viajeros y viajantes, en el blog Esta Noche Te Cuento (http://estanochetecuento.com/27-la-maleta-carmesi/)
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